Crímenes de guerra

El calor sofocante me despierta. Solo veo edificios viejos, consumidos por el fuego, a mí alrededor. Un auto, aún en llamas, llama mi atención. Una familia entera está adentro. A lo lejos veo a un perro arrastrar lo que parece ser los restos de una mujer. Su vestido y cabellera la delatan. Sigo adelante, siempre atento, hacia el interior de un edificio. Hay un hombre de mediana edad, bañado en sangre, su sangre. Le falta un brazo. Avanza lentamente, me mira. Luego de dar unos pasos se desploma. Vestía traje y no estaba armado.
El calor no ha menguado, pero ya casi no hay hogueras. Hogueras fabricadas con niños y mujeres inocentes. Lo que abunda son las ruinas de un pueblo donde el olor a carne quemada es penetrante. Carne humana. Un niño pasa frente a mí, no tiene más de diez años. Me mira de reojo y sigue su trayecto a toda marcha. Está lleno de polvo, mezclado con sudor y se ve extremadamente delgado.
En otro edificio, encontré lo que fue un lanzador casero de misiles. Probablemente el que me derribo antes de mi ataque. La noche se acerca y queda en silencio un lugar donde había vida. Lo común de este escenario es la tierra, los edificios a medio caer y los cadáveres.

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